El Cultural: Doble lección de pasión por la música

El Cultural

El cambio de España en el terreno musical en los últimos 20 años puede calificarse de radical. Hemos pasado de un panorama raquítico a un florecimiento masivo de orquestas, escuelas, conjuntos… Pablo Heras-Casado es un claro ejemplo de ese boom. El director granadino es hoy una presencia codiciada en los más prestigiosos auditorios del mundo. En su casa madrileña charla extensamente con el crítico Álvaro Guibert de esa transformación, del papel social de la música, del potencial del flamenco y de su más que ajetreado futuro.

Hace 20 años, Pablo Heras-Casado era un joven granadino decidido a devorar toda la música, la recién escrita y la de cinco siglos atrás. Ahora, a los 41, ha dirigido ya las orquestas más importantes de Europa y América y es Principal Director Invitado del Teatro Real, director del Festival de Granada y director Emérito de la St. Luke’s Orchestra de Nueva York. Hablamos en su domicilio madrileño sobre su meteórica evolución musical y sobre el cambio experimentado por España en estos años. Con pocas pausas y a todo ritmo.

Álvaro Gubert. A lo largo de los últimos 20 años, los que lleva en el quiosco El Cultural, España ha cambiado mucho en todo, pero en música, más. Nuestra vida musical se ha dado la vuelta como un calcetín. Se ha producido un avance espectacular en el número de orquestas, en el número de sus abonados y en la calidad de su sonido. Además, hay cuartetos de cuerda españoles -el Casals y el Quiroga- recorriendo las principales salas de Europa, lo que constituye una novedad absoluta en nuestra historia; se han asentado con éxito ciclos estables especializados en géneros que nunca habían arraigado entre nosotros, como el Liceo de Cámara o el Ciclo de Lied, han florecido conjuntos de primer nivel especializados en música antigua -son ya docenas, como viene demostrando, por ejemplo, el Festival de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid- y de contemporánea, como el Plural Ensemble. Tenemos escuelas superiores de primera fila internacional como la Escuela Superior de Música Reina Sofía, donde tengo el honor de colaborar, la ESMUC o MUSIKENE. Y hay teatros de ópera plenamente integrados en el circuito de los más destacados del mundo, como el Real, el Liceo y algunos otros y compositores españoles haciendo una gran carrera europea, como Mauricio Sotelo, José María Sánchez-Verdú y Fabián Panisello. Parece un buen balance, ¿no?

Guibert y Heras-Casado en la casa de Madrid del director. Foto: José S. Guitérrez

Pablo Heras-Casado. Precisamente, vengo de trabajar con la Orquesta Ciudad de Granada y su Joven Academia. No sabes la alegría que da ver a 40 músicos jovencísimos, sobre todo de instrumentos de cuerda -que hace 20 años era completamente imposible- con un nivelazo, una comprensión musical y una técnica increíbles y, sobre todo, con frescura y hambre de aprender. Es tremendo lo que se ha avanzado. Cuando yo empecé, estaba casi todo virgen; apenas si existían orquestas y las que se acababan de crear entonces tenían la mayoría de los músicos de fuera, porque aquí no había.

Á.G. Me admira que encuentres tiempo para trabajar con músicos jóvenes, porque sé que tienes la agenda repleta de conciertos con las principales orquestas del mundo, pero, por otra parte, me parece natural. Creo que los grandes músicos tenéis cierta obligación moral de ocuparos de vuestros jóvenes colegas. Además, por lo que veo, soléis disfrutar haciéndolo, porque en orquestas profesionales no se encuentra fácilmente esa “frescura” y ese “hambre” que mencionas.

P.H.C. Para mí es importantísimo trabajar con jóvenes. Es un compromiso en el que creo. Además, me resulta muy natural. Cuando vas teniendo una trayectoria y un cierto renombre, ganas una distancia que te permite ofrecerles una perspectiva. Además, yo aún tengo cerca mi época de estudiante y entiendo bien cómo se sienten, cuál es su necesidad y su motivación y a veces yo me hago las mismas preguntas que ellos. De hecho, trabajo con músicos jóvenes desde hace tiempo y por todo el mundo: con la Orquesta Joven de Gran Bretaña, la de la Juilliard School de Nueva York -donde, además, doy clases magistrales- la Orquesta Joven de la Sinfónica de San Francisco, la Academia Karajan de la Filarmónica de Berlín y con orquestas de Francia e Italia. En España, tengo un compromiso total con la Escuela Superior de Música Reina Sofía. Es una suerte poder continuar mi relación con ella.

Á.G. Conozco directores que no pasan más de cuatro o cinco días seguidos en casa al año. Para ellos, un día sin tener una orquesta delante es un día perdido. No sé cómo vivirás tú esto. Tengo la sensación de que a ti sí te gusta tener una vida aparte de la música.

P.H.C. Para mí, una cosa sin la otra no puede existir. Lo tengo clarísimo. Lo esencial es que yo no he cambiado. Sigo siendo el mismo para mis padres, mis amigos y mi familia y voy a seguir así. Puedo estar encerrado tres meses estudiándome una ópera, puedo dirigir nueve conciertos en diez días en países diferentes, puedo viajar muchísimo, pero eso para mí no entra en conflicto con la dimensión personal.

Á.G. No me imagino cómo puede lograrse eso.

Como espectador me quedé fascinado y agotado por la enormidad teatral y musical del ‘Die Soldaten’ del Real». Álvaro Guibert

P.H.C. La clave está en no ser dos personas diferentes, cuando estás dirigiendo y cuando no. Este año me he planificado para tener cinco semanas de vacaciones y no voy a echar de menos estar en el podio. Cuando estoy delante de una orquesta soy el hombre más feliz del mundo, pero cuando estoy seis días seguidos descansando en la naturaleza, también. Para mí, ese es el secreto.

Á.G. Otra característica que diferencia, creo, a los músicos de ahora de los de hace veinte o treinta años es que estáis más abiertos. Quiero decir, abiertos a la sociedad, de maneras varias -y, sobre todo, cambiantes- y abiertos, también, a las distintas partes del repertorio. Lo veo en muchos instrumentistas, incluidos algunos de primera fila, pero lo veo menos en directores. De hecho, creo que tú eres la excepción en este gremio. Me parece que no conozco ningún otro director importante capaz, como tú, de dirigir con poco intervalo de tiempo la Selva morale e spirituale de Monteverdi, una pieza del repertorio operístico habitual, como es El elixir de amor de Donizetti, y una ópera monumental -y monumentalmente difícil- del siglo XX: Die Soldaten de Zimmermann. Los tres proyectos, además, perfectamente ‘en estilo’. Nadie más hace eso y no se entiende por qué.

P.H.C. Es verdad. No hay nadie haciendo estas cosas. Algunos colegas tienen un repertorio relativamente amplio, pero suelen acercarse a la música renacentista o a la contemporánea, solo esporádicamente, sin entrar de lleno.

Á.G. A menudo, además, fuera de estilo.

P.H.C.Y, sin embargo, creo que los directores no tenemos excusa para no entrar en todos estos repertorios. Los instrumentistas y los cantantes pueden hacerlo también, pero con limitaciones técnicas importantes. Si soy un violinista y me he formado con un profesor de la escuela rusa y de repente quiero dar el salto a tocar sonatas, por ejemplo, de Dario Castello, de principios del siglo XVII, tendría que cubrir una distancia técnica enorme…

Á.G. Tendrías que reconstruir tu técnica enteramente y cambiar de cuerdas, de arco y, probablemente, de instrumento.

P.H.C. Sí. Y si soy un cantante que se ha formado en el verismo italiano y quiero de pronto cantar cantatas de Scarlatti, tengo que hacer una transformación física muy difícil. Los directores lo tenemos mucho más fácil.

Á.G. Podéis hacer la música de todos los siglos. Otra cosa es que tengáis interés en hacerlo, pero vuestras limitaciones no son técnicas, sino estéticas.

P.H.C. La única barrera es la intelectual y emocional y me niego a tenerla. Para mí toda la música tiene la misma capacidad de fascinación y la misma intensidad emocional, desde la de los siglos XV o XVI, cuando ya adquiere cierta complejidad, hasta la que se escribe hoy día. Quien diga que un réquiem de Victoria es emocionalmente menos intenso que Tristán e Isolda se equivoca.

Á.G. Puedo imaginar razones prácticas para que una orquesta, digamos, convencional, renuncie al repertorio de los siglos XVI o XVII, pero no para que quien renuncie sea el director.

P.H.C. En muchos casos, la programación se centra en el repertorio que podemos llamar de lucimiento del director, obras del periodo tardorromántico, cuando la orquesta como instrumento toma su máximo apogeo y la función del director adquiere su mayor grado de exhibicionismo. Es un repertorio fascinante, pero me interesan también otros muchos. Por ejemplo, el bel canto, que parece que ofrece menos lucimiento al director, porque la orquesta tiene un papel, digamos, secundario. Igualmente, en la música del periodo clásico o preclásico los conjuntos son más reducidos y el director tiene que ocuparse de la música en sí, de la esencia musical, sin el lucimiento del gran formato. Pasa igual en la contemporánea, donde hay que centrarse en buscar la esencia de un lenguaje nuevo, que uno no conoce previamente.

En mi familia el flamenco no tuvo mucho arraigo pero crecí en un entorno en el que te impregnaba las entreñas». Pablo Heras-Casado

Á.G. Para mí, el concepto clave aquí es la curiosidad. Si acabo de hacer un Bruckner enorme con una orquesta de las de postín, ¿por qué había de meterme luego a dirigir una misa de Victoria, siglo XVI, con un corito de seis u ocho cantantes? Porque me atrae irresistiblemente. Para mí el arte es una forma -un poquito obsesiva- de conocimiento, una necesidad de entender el mundo y entendernos a nosotros tan intensa que solo puede venir propulsada por la curiosidad. Se suele decir que los artistas tenéis rasgos infantiles y creo que es verdad. No porque seáis inmaduros -en algunos casos también, pero eso es otra cuestión-, sino porque sois radicalmente curiosos, como los niños, siempre explorando y siempre tanteando los límites.

P.H.C. Lo cierto es que, desde el principio, he tenido una curiosidad insaciable por cualquier repertorio. Sigo teniéndola y eso significa mucho trabajo, porque no se trata simplemente de ir de visita a la música renacentista o la contemporánea y probar, sino hacerlo con todo el conocimiento y preparación técnica, artística y estética.

Á.G. Te formaste en el mundo de la música barroca y renacentista con un músico que admiro muchísimo, como tanta gente: Harry Christophers. Han pasado una veintena de años, pero seguro que conservas recuerdos de esa época.

P.H.C. Claro que sí. Yo creo muy poco en la suerte, pero en este caso tuve la fortuna de que, estando en Granada, donde era improbable acceder a un maestro así, viniera con su grupo The Sixteen a dar magistrales en los cursos Manuel de Falla. Yo llevaba unos cuantos años muy metido en el mundo coral. Antes incluso de aprender formalmente a dirigir, había fundado mi propio ensemble, Capella Exaudi, para interpretar la música española del siglo XVI. En mi círculo de amigos corrían grabaciones de Gardiner, Pinnock, MacCreesh, Hogwood, Christophers…

Á.G. Todos ingleses.

P.H.C. Sí. Yo estaba muy en esa onda. Christophers considera que las muchas decisiones interpretativas que hay que tomar en cada obra solo pueden basarse en la palabra cantada y en la propia estructura musical de la obra. Aquellos motetes no eran únicamente piezas perfectas de contrapunto, retablos inertes, sino que estaban vivas y conseguían elementos expresivos de una potencia enorme. Aquello me dejó marcado para siempre y también para el resto del repertorio.

Á.G. No puedo estar más de acuerdo. Me cuesta imaginar una música más intensa y con más capacidad de emocionar que cualquier pieza de Victoria, de Morales o sus contemporáneos.

P.H.C. Porque, además de ser emocionantes, estas obras no tienen lenguaje avasallador, como las del XIX o del XX, sino que dejan espacio al oyente.

Á.G. Me gusta toda la música de esos maestros antiguos, pero hay algo que me gusta especialmente. En Las lamentaciones de Jeremías de Tomás Luis de Victoria, hay unos fragmentos en los que no rige el principio que mencionabas, de la palabra como fuente de la interpretación.

P.H.C. Te refieres a las letras.

Á.G. Exacto. Las letras del alfabeto hebreo que encabezan cada sección. El texto no es más que una letra: aleph o vau o yod, etc. Victoria despliega en estas piececitas toda su capacidad expresiva, que es enorme, pero sin nada concreto que expresar. Son casos tempranos de música pura, expresión pura, que me emocionan siempre que los oigo y me hacen pensar en los maestros del expresionismo abstracto, que están en la otra esquina del arte y de los siglos.

P.H.C. Tienes razón. El verano pasado estaba oyendo las Lecciones de tinieblasde Couperin para dos cantantes y continuo, que también son una maravilla, con una ornamentación del canto muy elaborada y de mucha fantasía. Recuerdo que me preguntaba cómo recoge Couperin la tradición de la música previa, poniendo música a las letras antes de entrar en la narración de las lamentaciones. Solo hay luz. Solo expresión.

Á.G. Volviendo a tus comienzos en Granada, hace una veintena de años, lo extraordinario de tu caso es que te entregabas con la misma pasión a la música renacentista y a la contemporánea.

P.H.C. Es curioso lo bien que recuerdo la motivación, la curiosidad infinita y el ansia por hacer todos los repertorios. Fueron años de galeras. Estaba en contacto con artistas plásticos, iba al conservatorio, estudiaba historia del arte, seguía cantando con mi ensemble y con otros y me moría por dirigir. Dirigí todo lo que se me ponía a tiro, desde óperas electroacústicas a bandas de música o coros de profesores o de jubilados. Dirigía toda partitura que caía en mis manos. De todo se aprende, pensaba. En aquella época, en Granada, y en lo que yo conocía en España, había muy poca información sobre la música del siglo XX. Me impuse una disciplina férrea para encerrarme en la habitación a leer. Leía Wozzeck como entrenamiento diario y partituras de Ferneyhough, Stockhausen y Boulez. Alternaba eso con mi ensemble de música antigua y también, poco a poco, con el estudio del repertorio clásico-romántico. Fueron años muy importantes de plasticidad mental y técnica.

Á.G. Después de estos baños de música antigua y contemporánea, ¿cómo te enfrentas a una obra como El elixir de amor? Estoy seguro de que ese repertorio lo verías con una luz nueva.

P.H.C. Yo abordo el bel canto -Rossini, Bellini, Donizetti- con la misma curiosidad con que abro una partitura de Xenakis.

Á.G. En el mismo Teatro Real, te metiste luego en un lío maravilloso de dimensiones mareantes: el estreno en España de Die Soldaten, la ópera de Bern Alois Zimmermann. No sé cuánto tiempo y cuánta energía te llevó prepararlo, llevarlo a cabo y salir triunfante. A mí, como espectador, me dejó boquiabierto, fascinado y agotado por la enormidad teatral y musical de la propuesta que me lanzasteis encima. Imagino que, sea lo que sea lo que invertiste, lo habrás recuperado de sobra en crecimiento personal y artístico.

P.H.C. Yo me había enfrentado ya a algunas de las obras más extremas del siglo XX, además de a la mayor parte de la producción de Boulez y Stockhausen, pero con Die Soldaten todo lo anterior se quedaba en anécdota. Ha sido lo más difícil que he hecho en mi vida, pero por supuesto que cada hora, cada semana, cada mes de preparación y de trabajo han merecido la pena con creces.

Á.G. De una experiencia así, no sales igual que entraste.

P.H.C. Eres otro como persona y también como artista, por todo lo que creces y por la satisfacción de llevar al público una obra que es… ¡imposible!

Á.G. Aunque solo sea por el número de timbales. ¡Yo conté 16!

P.H.C. Llega a los límites de la percepción humana. Lleva al extremo intelectual, física y emocionalmente, tanto al intérprete como al oyente.

Á.G. Por otra parte, para una personalidad tan curiosa como tú, dominada por la pasión de conocer, Die Soldaten tuvo que ser un chollo, con tantísimo que descubrir: qué pone aquí, cómo se hace esto.

P.H.C. Solamente el proceso de descifrar la partitura, averiguar lo que pone, la estructura, la orquestación, simplemente asimilar el texto es ya una tarea abrumadora. Fue una locura. Y después convertir todo eso en una pieza dramática potentísima, integrarlo dentro del espectáculo con la orquesta subida a un andamiaje, con los cantantes detrás de ti y la mitad de los músicos debajo de ti.

Á.G. A mí me recordaba, salvando las distancias, a Gramma, la ópera de Sánchez-Verdú que vi en Múnich. Creo que aquí no se ha hecho. Tenía una concepción escénica genial. Todo ocurría en algo parecido a un scriptoriummedieval. Cada espectador estaba sentado en un pupitre con un libro y una lámpara delante. La orquesta estaba encima del público, en un andamiaje metálico parecido al tuyo. Los cantantes se situaban encima de la orquesta, ¿y la escena?, te preguntarás. ¿A dónde miraba el público? ¡La escena era el libro!Cada paso de página, que estaba sincronizado con el avance de la partitura, venía a ser un cambio de cuadro.

P.H.C. ¡Fascinante! ¿Sabes que este verano estrené en Granada una obra que le encargamos a Sánchez-Verdú?

Á.G. Pues ahí hemos coincidido. Yo también tuve hace poco la satisfacción de encargarle una obra para el Festival Medieval que Patrimonio Nacional hace en el Monasterio de Las Huelgas. Compuso una obra maravillosa que ponía a dialogar la polifonía medieval del Códice de Las Huelgas con la música del siglo XXI y con no sé cuántas cosas más.

P.H.C. Pues yo, como director del Festival de Granada, me propuse hacer una serie de encargos que tengan a la Alhambra y a Granada como elemento inspirador. José María escribió una obra que se llama Memoria del rojo. Para mí, la Alhambra no es un espacio decorativo inerte, sino que ya desde el siglo XVII, con los primeros viajeros holandeses, ingleses y alemanes, inspiró la interpretación del pasado y la reinterpretación de nosotros mismos. Yo quiero que se convierta en generador de arte vivo.

Á.G. El rojo. José María se apoya mucho en los colores, como Messiaen.

P.H.C. Y en la textura del azulejo árabe, en los diseños de tracería. Este año, vamos a estrenar el Alhambra Concerto de Péter Eötvös, para violín y orquesta.

Á.G. Me encanta Eötvös. Veo que estás promoviendo un nuevo alhambrismo musical, como el de aquellas composiciones pintoresquistas de Tomás Bretón y Jesús de Monasterio…

P.H.C. ¡Y Ruperto Chapí! Pero, esta vez, con una mirada más universal.

Á.G. También me impresionó mucho tu trabajo en el Teatro Real con El público, la ópera de Mauricio Sotelo sobre la obra de Lorca, y eso me lleva a pensar en lo que significa para ti el flamenco y su entronque con la música de concierto de tradición clásica.

P.H.C. En mi familia el flamenco no es que tuviera un arraigo especial, pero crecí en un entorno en el que todo ese mundo estético y musical te impregna las entrañas. Después, sí he tenido más contacto con el flamenco. Viviendo en Granada, en el Albaicín, teniendo cerca el Sacromonte, donde tengo buenos amigos, me enrolé en la peña La Platería, la más antigua de España. El públicosignificó mucho para mí, sobre todo por Mauricio, hacia quien tengo una admiración enorme. Ha sabido crear un punto de encuentro entre dos manifestaciones culturales muy importantes: la música contemporánea y el flamenco.

Á.G. Y ahora, imagino, estarás ya metido de lleno en la Tetralogía de Wagner que empiezas muy pronto en el Real.

P.H.C. ¡Estoy ya completamente rodeado de nibelungos, volsungos, dioses y gigantes! Hace un par de años hice El holandés errantePara mí, este es un momento perfecto para preparar El anillo del nibelungo en el Teatro Real, donde me siento como en casa y donde el nivel es impresionante en todos los terrenos. No se me ocurre otro lugar mejor para comenzar esta andadura.

Á.G. Hay un aspecto de la vida musical y de la enseñanza que cada vez me interesa más: qué relación existe entre la música y la sociedad, hasta qué punto lo que hacemos los músicos resulta relevante para nuestros conciudadanos.

P.H.C. A veces, el deseo de buscar la perfección artística te hace llevar una vida muy introspectiva y te acabas preguntando, ¿esto luego cómo irradia? Nuestra responsabilidad no solo consiste en transmitir la voz de los compositores, que son los grandes mensajeros, sino en, a través del acto musical, compartir la emoción pura, sin palabras ni conceptos, en un espacio común, y practicar la disciplina de escucharnos.

Á.G. La Orquesta de St. Luke’s, en Nueva York, hace muchas actividades para entroncarse con la comunidad.

P.H.C. Además de nuestros conciertos en el Carnegie Hall, la orquesta toca en los suburbios, hace música de cámara en el metro de Nueva York, crea pequeñas orquestas de niños y colabora con otras instituciones culturales. Esto lo hacen cada vez más orquestas y es cada vez más importante para conseguir el papel integrador que debe tener la música.

Á.G. Un músico me decía hace unos días: “Somos conectores naturales. Nuestro oficio consiste en escuchar nuestra voz, darle curso, escuchar la de los colegas y hacer que sean significativos para quien nos escucha. Y podemos hacerlo sin necesidad de hablar una lengua común ni compartir culturas”. Saber que tienes capacidad de conectar gente, de superar barreras, te debe crear el compromiso de usarla.

P.H.C. Esa es el tipo de responsabilidad social que se debe inculcar a las nuevas generaciones de artistas.