El Mundo: Wagner y el despertar de los sentidos

El Mundo

El director de orquesta narra el viaje que lo ha llevado hasta el estreno de ‘El oro del Rin’ en el Teatro Real

Con veintipocos años, fui becado para participar en el Festival de Verano para Jóvenes Artistas de Bayreuth. Fue una experiencia extraordinaria pero también un viaje a lo desconocido, pues hasta ese momento la música de Wagner no había ejercido una gran influencia en mí. Nada más poner un pie en la ciudad bávara fui a visitar la residencia del compositor. La famosa villa Wahnfried es la fusión de dos conceptos: Wahn, que se traduce como «locura», y Friede, que quiere decir «paz». Había leído tanto sobre Wagner en los últimos meses que no pude evitar emocionarme al descubrir en uno de los jardines de la casa las tumbas del compositor y de su mujer, Cosima Liszt. Por un momento, me invadió la extraña sensación de haber llegado tarde.

Cerca de allí, en la Verde Colina donde Wagner mandó levantar un teatro a la medida de sus óperas, tuve mi primer contacto con la Tetralogía. Cada verano, las óperas de Wagner convocan en el Festival Bayreuth a melómanos de todo el mundo que pueden llegar a esperar varios años para conseguir una entrada a precio de infarto. Yo tuve la suerte de que la organización del festival me obsequiara con la última butaca del gallinero para presenciar una función de El oro del Rin que nunca olvidaré. Fue la primera ópera de Wagner que vi y será el segundo título del compositor que dirija en el Teatro Real. Han pasado casi dos décadas desde aquel primer acercamiento al prólogo de la Tetralogía, pero ya no me angustia el tiempo transcurrido.

Hoy tengo la absoluta convicción de que El oro del Rin me ha llegado en el momento más oportuno de mi carrera, después de un largo proceso de aprendizaje que me ha permitido adentrarme, poco a poco, en el universo wagneriano. En este tiempo he podido leer sus libros, profundizar en sus partituras y seguir el rastro de su música en las obras de otros compositores. Me refiero, por supuesto, a Beethoven, Mendelssohn y Brahms. Pero también a autores posteriores que se dejaron influir por él, tanto en el ámbito operístico (Richard Strauss) como en el sinfónico (Bruckner, Mahler, Berlioz…) o el pianístico (Liszt). Es posible, incluso, encontrar a Wagner en algunas obras de Schoenberg, cuya revolución atonal se anuncia de alguna manera en las disonancias y en los complejísimos acordes de El oro del Rin.

Wagner concibió el preludio orquestal de la primera ópera del ciclo tras una siesta. Una calurosa tarde de septiembre de 1853 encontró en las aguas del Rin una fuente inagotable de inspiración para una leyenda, la de los nibelungos, que le serviría para crear su propia mitología de la humanidad. «Caí en una especie de estado de sonambulismo, y noté de modo repentino como si estuviera hundiéndome en una corriente de agua», relata en su autobiografía. «El ímpetu del agua se convirtió en el acorde de mi bemol, ampliamente desarrollado en arpegios…». Aquel despertar supuso el advenimiento de un nuevo paradigma orquestal: aumentó la sección de cuerdas, amplió la plantilla (hasta siete arpas), introdujo un nuevo tipo de tuba y, lo que quizá sea más importante, convirtió la voz humana en un instrumento más de la orquesta.

Después de Wagner la música ya no volvería a ser igual. Fue él quien acuñó el impronunciable término Gesamtkunstwerk para referirse a la ópera como obra de arte total en el sentido de una perfecta y casi inalcanzable combinación de música, teatro, danza, pintura, arquitectura y otras tantas disciplinas. El anillo es la culminación de esta idea, que no llegaría a desarrollarse hasta sus últimas consecuencias pero que convierte cada representación en un acontecimiento irrepetible en el que todo lo relativo al ser humano se abraza en una única experiencia artística. Nada de lo cual sería posible sin la entrega absoluta de los músicos de la orquesta titular del Teatro Real y la impecable factura de un reparto vocal que le va a este título, permítanme decirlo, como anillo al dedo.

El ambicioso montaje de Robert Carsen nos sitúa en un mundo contaminado y devastado por la avaricia de poder. Wagner empezó a escribir el libreto de la Tetralogía con la esperanza de que Sigfrido, su héroe del futuro, acabara erradicando la corrupción del oro y anunciando una nueva sociedad basada en el amor. Sin embargo, terminó sucumbiendo a la certeza pesimista de Wotan, un dios tan poderoso como ineficaz. A partir de ahí, cualquier respuesta al dilema wagneriano (esto es: la lucha entre el amor y el poder) le concierne única y exclusivamente al espectador. Wagner tardó 26 años en concluir el ciclo y, tras escribir el último compás de El ocaso de los dioses, añadió al final de la página: «No diré nada más».