Ideal: «La suerte es un concepto con el que me he llevado mal desde siempre»

El director de orquesta Pablo Heras-Casado (Granada, 1977), está por la ciudad en estos días para despachar asuntos relacionados con el Festival de Música y Danza, que también dirige desde hace ya un año. Aprovechamos la visita para hablar de su más reciente criatura, un libro llamado ‘A prueba de orquesta’, editado por Espasa, y donde cuenta la primera parte de su carrera artística, y donde vuelca también su particular forma de entender la música y a los músicos.

¿Para qué sirve un director de orquesta?

-Esto no tiene una fácil respuesta. Todos los directores nos pasamos la vida ocupando nuestro sitio, haciendo lo mejor posible para los músicos también. Al fin y al cabo, el director sirve para organizar, para que la orquesta trabaje al unísono, y que en los momentos de cambio de tiempo haya una cohesión, una unidad. Debe convencer a los músicos de lo que quiere, apelar a su sentir musical para que el mensaje llegue de la forma más nítida posible al patio de butacas. Además, los directores tomamos muchas decisiones de diversa índole a lo largo del proceso de preparación de cada concierto.

¿Las orquestas tienen que ser democráticas o jerárquicas?

-Lo de la democracia hay que entenderlo hasta un cierto límite. Los directores debemos ser flexibles, tener los oídos bien abiertos a las cualidades del instrumento que manejamos, que es la orquesta. Luego, hay que tomar decisiones, y las toma el director. Ha de haber un respeto mutuo.

Este es un volumen ‘de presentación’. Siguiendo el paralelismo con el arte, le quedan al menos otros dos: uno de media carrera y otro de retrospectiva…

-No sé, al principio no me planteaba escribir ningún libro, pero cuando Espasa me lanzó este reto tan bonito, lo que me atrajo de esta idea es la oportunidad de contar la música a otro tipo de público no habituado a oír sobre ella. Hablar de música puede ser, a veces, complicad, sobre todo si entras en aspectos artísticos o técnicos. Ellos querían utilizar el canal que supone una gran editorial, y el tirón que pueda tener mi presencia en España para públicos tanto entendidos como no entendidos, para contar la música tal como yo la entiendo, sin adornos. Contar la historia, paso a paso, de alguien que tenía muy pocas papeletas para llegar a dirigir orquestas por todo el mundo, y cómo lo he conseguido. Y me ha parecido bien contarlo ahora, porque todavía no miro tanto por el espejo retrovisor, sino que tiene mucho camino por delante.

Una noche en la ópera

¿En qué se parece su experiencia como director de óperas a ‘Una noche en la ópera’ de los Hermanos Marx?

-La ópera es la expresión artística más maravillosa que existe, la más emocionante, la forma más completa de arte que puede existir. Pero también es una locura, como la película. Cada producción de ópera es una vida en sí misma, con su proceso de caos, nervios, cancelaciones, sustituciones, pequeñas crisis, creación de familia… Es un periodo vital completo para quien está inmerso en él.

¿Y ha conocido alguna mecenas como la que encarnaba Margaret Dumont en el film?

-Muchos. Sobre todo en Norteamérica. En Europa también los hay, sobre todo en festivales como Salzburgo o Lucerna, alrededor de todos los grandes eventos musicales hay gente así: alta burguesía, nobleza, etcétera. Pero en Estados Unidos es frecuente encontrarlos. En Nueva York hay personas que lo tienen todo en la vida, y en lugar de dedicarse a otra cosa, hacen honor a su afición por la música y se implican con ella. Y algunos me he encontrado excéntricos y con un punto de locura, como el personaje que hacía Margaret Dumont.

«Cada producción es una locura, una vida en sí misma, con caos, nervios, pequeñas crisis…»

¿Qué ciudad le ha tratado mejor?

-No le sabría decir. Hay muchas ciudades donde me siento como en casa, musical y personalmente. Nueva York me ha tratado muy bien, siendo el lugar más salvaje del mundo, donde el que duda no sobrevive. El Carnegie Hall, el Metropolitan, el Lincoln Center, forman parte de mi vida.

¿Cuáles son las claves del ‘Método Heras de dirección de orquesta’, si es que las hay?

-Queda muy grande eso… (Risas). Si existe alguna clave, es mucho, mucho, mucho trabajo. Y disciplina. Y también no olvidar ni un solo momento por qué hago esto. Me lo planteé desde el principio, cuando empecé con mis coros en el Zaidín y mis primeros proyectos. En el momento en que deje de sentir la emoción de hacer música, no merecerá la pena que siga adelante.

Algunos títulos de los capítulos de ‘A prueba de orquesta’ son juegos de palabras.

-Sí, me pareció una forma simpática de conectar con el público, menos serio, menos solemne.

Y sobre un escenario, ¿qué otros juegos le gustan?

-Me gusta mucho el de la seducción. Tenemos que tener ideas y fundamentos, porque sin ellos no se llega, pero siempre hay algo de juego, de lenguaje no verbal, seductor.

¿Cómo emparentan el jazz y la clásica, el orden y el desorden?

-Hay muchos puntos en común. El jazz clásico tiene una estructura musical muy concreta. El ‘freejazz’ o el jazz contemporáneo van por otro lado, pero el jazz clásico, aunque tiene una parte de improvisación, es más canónico. Pienso que la clásica debería contagiarse un poco de eso, para que cada interpretación pareciera única.

La distancia más grande entre los músicos y los que no lo son es que donde ustedes ven música, el resto ve puntitos y palitos. ¿Compartir ese código único les aleja del resto de los mortales, y explica el comportamiento de los divos?

-La música tiene su código propio, pero que no es más que un código, que no representa ideas concretas. Cada uno debe hacerlo suyo, pero para oír y sentir la música no hace falta saber leer una partitura. Sí es cierto que esa diferencia de código crea una distancia, pero la distancia o no depende de las personalidades.

«Nueva York me ha tratado muy bien, a pesar de ser el lugar más salvaje del mundo»

¿Una cosa lleva a la otra?

-Puede ser que alguien que domine algo que no esté al alcance de todos tienda a hacer de eso una especie de altar. Pero es un error. Un músico, un director, debe acercar la música al público, para que la sienta y la disfrute.

No habla mal de nadie en el libro. ¿Eso no lo convierte en unas memorias edulcoradas?

-Una amiga me dijo que al libro le faltaba el elemento dramático. Supongo que es por la edad. Si el libro refleja lo que soy es porque jamás hablo mal de nadie. Eso no quiere decir que no tenga criterio. Pero hablar mal de cómo alguien entiende la música o cómo actúa no me interesa.

En los últimos tiempos han salido a la luz episodios escabrosos en el mundo de la clásica, que implican a directores y músicos. ¿Ha visto alguna vez algo que no hubiera deseado ver?

-Nunca. No quiere decir que no exista, pero yo no lo he vivido. Mi experiencia es la de una relación cordial, intensa, pero nunca nada impropio. El caso de Lluís Pasqual en el Teatre Lliure es sintomático, con todo. Se están saliendo las cosas de madre. Hoy las redes te juzgan y te condenan antes que los tribunales.

¿Cómo se encarta el Festival en el libro de su vida?

-Pues la propuesta de hacerme cargo de la Dirección llegó en el momento justo. Cuando ya tenía una carrera hecha y conocía los proceso de la industria. En este punto, lo entiendo como un reconocimiento y como una oportunidad de demostrar una madurez artística y un compromiso.

¿Cree en la providencia?

-No del todo. Quizá más en la providencia que en la suerte. La suerte es un concepto con el que me he llevado mal desde siempre. Cuando alguien me dice «tienes suerte» pienso en recordarle los pasos que he dado para llegar donde estoy.

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