Granada Hoy: Pablo Heras-Casado, del Zaidín al estrellato mundial

¿Qué forma tienen los sueños? Para Pablo Heras-Casado (Granada, 1977) la de “un piano Yamaha de pared que costó 300.000 pesetas de la época”. “Mis padres lo pagaron letra a letra, de la ‘y’ a la ‘a’, a lo largo de 24 eternas mensualidades”, cuenta el maestro en su primer libro, A prueba de orquesta (España, 2018), que desde hoy se puede adquirir en las librerías. El artista emprende desde la página número uno “un viaje al mundo de la música clásica” donde intercala capítulos de su vida desde niño -nacido en pleno corazón del Zaidín- hasta llegar a dirigir el Festival de Música y Danza y a sinfónicas de fama mundial como la de Chicago, San Francisco, Los Angeles, New York y Boston.

Nacido en el seno de una familia humilde -“hijo de un policía nacional y de un ama de casa”, precisa al empezar el primer capítulo-, el director de orquesta se sincera desde la primera línea en esta suerte de libro de carácter autobiográfico -y alejado de aquellos manuales para dummies sobre música clásica-. “Cuando la gente me pregunta por mis inicios musicales espera el relato de una infancia transitada de cantatas de Bach o marcada por el descubrimiento, a modo de epifanía, de una ópera de Mozart o una sinfonía de Mahler que cambian repentinamente el curso de los acontecimientos”, reconoce. Sin embargo, continúa Heras-Casado, “mentiría si dijera que mi niñez no estuvo colmada de música”. Enseguida menciona una de sus mayores influencias: “Tengo grabado a fuego en mi memoria el canto tierno de mi madre, una voz cálida a la que, sin duda, le debo mi temprano interés por la música”.

El músico destaca un capítulo de su vida bastante importante: su vuelta al barrio obrero del Zaidín. Durante seis años, su familia y él vivieron en el municipio catalán de Rubí porque habían trasladado al padre. El viaje de Barcelona a Granada -a lomos de un Seat 127- tuvo como banda sonora la de cualquier niño de su edad: Nacha Pop, Danza Invisible, Miguel Bosé, Joaquín Sabina, Los Secretos, Mecano y como no, música infantil, tipo Parchís y Enrique y Ana. “Si mi primera infancia fuera una película, la habría podido dirigir algún maestro del cine quinqui. Quedaba con amigos por las tardes para colarnos en obras, hacer fogatas en casas abandonadas o conducir nuestras Vespinos a la edad en que los niños aprenden a montar en bici”, rememora. Visto hoy desde la distancia, confiesa, “se podría decir que el espíritu de la picaresca tantas veces invocado en aquellos días plácidos de mi infancia me abrió algunas puertas de la vida adulta”.

Fue su señorita Encarnita, profesora del colegio Juan XXIII, quien percibió en él cierta sensibilidad musical y se lo comunicó a sus padres, que no tardaron en tomar medidas en el asunto. “Mis padres me apuntaron a clases particulares en casa de Encarnita, que tenía un precioso piano Pleyel de finales del siglo XIX, toda una reliquia musical donde llegaría a tocar mis primeros Estudios de Chopin”, recuerda.

Luego llegaría aquel piano, que no fue un capricho pasajero de un chaval que soñaba con ser músico, sino el inicio de una carrera donde el canto y -luego más tarde- la dirección de orquesta ocuparían un lugar fundamental. “Durante la década que tardé en acabar la carrera de piano no logré establecer un vínculo demasiado emocional con el instrumento. Pero intuía al menos que mi verdadera vocación estaba en otra parte”, escribe.

En ese momento, reflexiona, “vivía la música de una manera absolutamente espontánea, liberado de los rigores académicos y del estrés por alcanzar nuevas cotas de virtuosismo técnico”. “Jamás he sentido atracción por el lado oscuro de la música ni por el malditismo asociado históricamente a la personalidad de los genios de la música”, asegura.

Después de participar como solista en varias comuniones -incluyendo la suya propia-, se inscribió con su madre en la Asociación Músico-Coral Federico García Lorca. Allí descubrió la música del renacimiento tardío de Tomás Luis de Victoria y Orlando di Lasso. A los quince años fue aceptado como miembro de la coral Ciudad de Granada. “En la era de Madonna y los Pet Shop Boys, los integrantes del coro nos intercambiábamos discos de Christopher Hogwood, Philippe Herreweghe, Trevor Pinnock, Ton Koopman, Jordi Savall y otros directores a los que admirábamos más que a los reyes del rock”, afirma.

Al acabar el primer capítulo -de 30 que tiene el libro-, recuerda con especial cariño a su abuelo materno, con el que pasaba las vacaciones de verano en Gójar. “Aunque Nicolás no vivió lo suficiente para verme debutar al frente de algunas grandes orquestas ni tampoco para conocer al bisnieto que hoy lleva su nombre, sé que se sentía muy orgulloso de mí”, confiesa. Unas líneas más abajo concluye: “Que mi abuelo me animara a descansar un poco los domingos ha sido el mayor halago que he recibido nunca”. A prueba de orquesta promete, a priori, un relato emocionante y sincero sobre la vida y carrera de Pablo Heras-Casado.

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